viernes, 23 de septiembre de 2011

Lo mejor de la peor corrupción

Estremece leer un testimonio como el de Juan. Se acumulan los sentimientos. Ante todo, el dolor por la víctima inocente. Niños pobres, acogidos por la caridad de la Iglesia por un cura-lobo con piel de cordero: José Antonio Mercau. Un cura victimario e indigno. Un cura que provoca asco, dolor e indignación. Uno de ésos a los que con toda razón se le puede aplicar la terrible frase del Evangelio de que más le valiera atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar. Una manzana absolutamente podrida. Una zorra en el gallinero.

Su condena civil de 14 años me parece escasa. Su condena moral por parte de la institución debería ser total. Pero, tras condenarlo sin paliativos, la Iglesia debería hacer un profundo examen de conciencia. Y responder con claridad y franqueza a estas y otras preguntas.

¿Quiénes fueron sus formadores en el seminario? ¿Y el obispo que lo consagró? ¿Quien le confió esa misión pastoral tan delicada? ¿Nadie supo nada durante tantos años? ¿Ninguno de sus compañeros sacerdotes se dio cuenta de nada? ¿Por qué todo el mundo calló? ¿Por qué todo el mundo encubrió o, al menos, miró para otro lado? ¿Por qué nadie tuvo compasión de tantas víctimas indefensas?

Es evidente el fallo clamoroso de la cadena jerárquica. Un fallo que en éste y en otros casos similares exige asumir responsabilidades. Y dimisiones y arrepentimiento con hechos. Empezando por el obispo que, recubierto de saco y ceniza, debería pedir perdón públicamente, reunirse con todas las víctimas y ofrecerles todo tipo de ayuda. Espiritual, material y psicológica. Ayuda total y absoluta. Resarcir en lo posible el daño causado. Y con total humildad. Llorar con las víctimas y prometerles medidas. Duras, tajantes y concretas. Para que ningún otro niño pierda su inocencia a manos de lobos disfrazados de pastores. Amen.

José Manuel Vidal

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